Jesús de Nazareth, segunda parte (1). La expulsión de los mercaderes del Templo

Aunque leí la primera parte, reseñada aquí, no pensaba leer la segunda tras conocer algunas críticas, como estas mencionadas aquí (Benedicto XVI contra San Mateo). Pero lo encontré en casa de un pariente, que me lo ofreció. Siendo gratis… En todo caso, ya está disponible en Internet, podéis leerlo aquí.

Lo he leído esta Semana Santa. Para empezar, hay que decir que no es especialmente edificante. Al menos no lo veo así. Tampoco es la pretensión del libro, sino la divulgación teológica. Os presento mis apuntes, que tratan simplemente de reflejar las reflexiones que el libro me ha traído a la mente:

Portada. Ya se han referido otros a que el doble uso del nombre civil y del nombre papal, Ratzinger/Benedicto crea una ambigüedad de la que solo cabe esperar confusión.

En la solapa hay una referencia dos teólogos, Urs de Baltasar y Henri de Lubac. Del primero compré un libro que no pienso leer, por plomazo. Del segundo he leído un artículo interesante sobre filosofía/teología de la historia hace tiempo. Parece ser que son dos de los animadores del Concilio Vaticano II.

En la introducción Ratzinger/Benedicto nos dice que aplica el método histórico-hermenéutico. No sé qué será eso, pero la historia es el análisis de las reliquias documentales y arqueológicas y la hermenéutica es literalmente traducción, es decir la interpretación de documentos antiguos, escritos en una lengua y un contexto diferentes de los que se usan en la traducción/explicación. Para mí, decir que se va a aplicar el método histórico-hermenéutico es como decir que se va a hablar en prosa. Me pregunto ¿se puede usar otro método o es que hay algo más que eso? Lo que más me ha llamado la atención del prólogo, y del libro, son las numerosas referencias a teólogos modernos, sobre todo alemanes, de toda condición y pelaje (es decir, tanto ortodoxos que profesan la santa fe católica como herejes). Brillan por su ausencia las referencias a los Padres y Doctores de la Iglesia. Imagino que esa es la razón de la advertencia sobre el “método histórico-hermenéutico”. Pues que lo diga claro.

p. 22. Trata de la “purificación del Templo”, lo que tradicionalmente se conoce como la expulsión de los mercaderes del Templo. Es el único episodio violento de la vida de Cristo, que yo sepa. A mí me parece un exceso, aunque en un mundo de sicarios y zelotes eso es pecata minuta. No se olvide que el Templo era, más que un lugar de oración, un matadero de proporciones industriales y un banco central: tenía un tesoro que ya quisiera la Reserva Federal. Tras su destrucción, el precio del oro en la zona se desplomó, al ponerse en circulación el metal atesorado. El Papa Benedicto –o el teólogo Ratzinger-, dice que el gesto ha de interpretarse como una denuncia de los abusos de la actividad mercantil asociada al templo. Hay algunas frases interesantes:

p. 26: “La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo”.

Esto es más que dudoso. Primero por la referencia al “humanismo”; segundo porque la coacción del poder político, que no deja de ser violencia, es justa y necesaria dada la naturaleza caída del hombre. Esa es la doctrina católica, al menos antes del “método histórico-hermenéutico”.

p. 39: «Cuando en la fiesta llamada Pentecostés [del año 66] llegaron los sacerdotes al patio interior el templo para desempeñar su ministerio sagrado, siguiendo la costumbre, habrían notado en un primer momento, según dicen, un movimiento y un estruendo, y a continuación unos gritos: «¡Vamos fuera de aquí!»» (De bello Judaico, VI, 299s). Sea lo que fuere lo que ocurrió en concreto, una cosa está clara: en los últimos años antes del drama del año 70 aleteaba en torno al templo una misteriosa percepción de que se acercaba su fin. «Vuestra casa quedará vacía».

Más sobre el fin del Templo y la rebelión judía:

Eusebio de Cesárea († ca. 339) y —con valoraciones diferentes— Epifanio de Salamina († 403), nos dicen que, ya antes de comenzar el asedio de Jerusalén, los cristianos se habían refugiado en la región al este del Jordán, en la ciudad de Pella. Según Eusebio, se decidieron a huir después de que les fuera impartida por revelación a sus «responsables» una orden precisa (cf. Hist. eccl., IlI, 5). Epifanio, en cambio, escribe: «Cristo les había dicho que abandonaran Jerusalén y se trasladaran a otro lugar, porque la ciudad sería asediada» (Haer., 29,8). De hecho, leemos en el discurso escatológico de Jesús una apremiante invitación a la fuga: «Cuando veáis la abominación de la desolación erigida donde no debe… entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes» (Mc 13,14).

No se puede precisar en qué situación o vicisitud los cristianos vieran verificarse este signo de «abominación de la desolación» y decidieran marcharse. Pero en aquellos años de la guerra judía hubo suficientes acontecimientos que podían ser interpretados como este signo anunciado por Jesús, cuya formulación verbal está tomada del Libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11), donde se alude a la profanación helenista del templo. Esta expresión simbólica, tomada de la historia de Israel en cuanto anuncio del futuro, permitía diferentes interpretaciones. Así, el texto de Eusebio puede resultar ciertamente razonable en el sentido de que, por ejemplo, algunos miembros destacados de la comunidad paleocristiana reconocieran «por una revelación» en un cierto acontecimiento el signo del que habían oído hablar y lo interpretaran como la orden de iniciar inmediatamente la fuga.

Alexander Mittelstaedt hace notar que, en el verano del año 66, junto a José ben Gurion, fue elegido el ex sumo sacerdote Anán (Anás II) como estratega para conducir la guerra: aquel Anás que el año 62 d. C. había decretado la condena a muerte del «hermano del Señor», Santiago, cabeza de la comunidad judeocristiana (Lukas als Historiker, p. 68). Esta elección podía ser interpretada sin duda por los judeocristianos como la señal para la salida, aunque, ciertamente, ésta es sólo una entre muchas hipótesis. En todo caso, la fuga de los judeocristianos demuestra una vez más con toda evidencia el «no» de los cristianos a la interpretación zelote del mensaje bíblico y de la figura de Jesús: su esperanza es de naturaleza diferente.

La destrucción de Jerusalén por los romanos ante la rebeldía judía, auténtico caso de lo que hoy los judeo-neocones llaman “terrorismo internacional”, fue el suceso que separó definitivamente a cristianos de judíos.

p. 47: “Después de siglos de contraposición, reconocemos como tarea nuestra el esfuerzo para que estos dos modos de la nueva lectura de los escritos bíblicos —la cristiana y la judía— entren en diálogo entre sí, para comprender rectamente la voluntad y la Palabra de Dios.”

¿Mande? El Santo Padre no se quiere dar por enterado de que el rechazo de Cristo es la esencia del Judaísmo desde hace dos mil años. El caso es que a continuación dice:

p. 52: “No es tarea de este libro trazar las líneas fundamentales de la teología de Pablo y ni siquiera tan sólo de su concepción del culto y del templo. Aquí se trata únicamente de subrayar que el cristianismo naciente, mucho antes de la destrucción material del templo, estaba convencido de que su papel [el del Judaísmo] en la historia había llegado a su fin, como Jesús había afirmado con la palabra sobre la «casa que quedará vacía» y con el discurso sobre el nuevo templo.”.

En las siguientes páginas sigue con la idea: los cristianos fueron conscientes pronto de que el sacrificio de Cristo dejaba sin valor los del Templo. Pero entonces no tiene sentido dialogar con los actuales judíos (la mayor parte de los cuales son ateos, por cierto), porque no procede dialogar con los seguidores de una doctrina que se considera superada, salvo para insistirles en ello, cosa que nunca se hace, para que no se enfaden. ¿Qué diálogo es ese que no puede tratar lo principal?

Ese es el tema de la segunda parte.

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