Este es el séptimo y último artículo de la serie Gracias y desgracias del liberalismo hispano, o “La libertad traicionada, Siete ensayos españoles” de José María Marco.
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Creo que el título del epílogo (El rapto de España o la Destrucción del Liberalismo) podría ser también el título del libro. El capítulo está escrito de corrido, sin enumerar las tesis que se exponen. Voy a intentarlo yo mismo:
- La penosa situación actual de la identidad nacional española se debe a la labor destructiva iniciada a principios del siglo XX. No es casualidad que Galdós interrumpa entonces los Episodios Nacionales; pierden su razón de ser.
- La generación del 14 remata la tarea de dinamitar el marco nacional al acusar a las generaciones anteriores de incapacidad y de querer crear una España nueva a la manera constructivista.
- Contra la tesis anterior, Marco propone que en el s. XIX hay un progreso evidente, que la Restauración había sido un período de progreso material innegable y que para acabar con aquel régimen liberal los intelectuales tuvieron que cargar por elevación contra la Monarquía y contra la identidad e historia «realmente existentes» de España.
Estoy de acuerdo con estas tres tesis de Marco, pero en desacuerdo con los presupuestos y la visión que informa su propuesta. El propio Marco cae en el error de aceptar solo la España que arranca en 1808, validando las críticas de los tradicionalistas a los liberales y a la revolución: están abriendo la puerta a otras revoluciones aún más utópicas, aún más «progresistas», aún más sanguinarias. Es la paradoja del revolucionario conservador que quiere que el proceso se detenga donde le conviene a él y se indigna porque continúe sin hacerle caso a sus lamentos.
Por ejemplo:
p. 329:
«.. los españoles habían ido progresando con su tiempo a lo largo del siglo XIX. Tras el cataclismo de 1808, la sociedad española se regenera, avanza, se enriquece. Se consolidan las libertades, se construye el estado liberal, se crea la ciudadanía española, se inventan las formas de vida modernas y, como no podías ser menos, tan europeas como las de cualquier otro país occidental».
No cabe calificar a los sucesos de 1808 de «cataclismo» desde el punto de vista liberal. La invasión napoleónica es «el liberalismo a caballo», parafraseando a Hegel (con la escopeta bien cargada, por supuesto). Napoleón traía el liberalismo, la modernidad, el código civil y «Europa». La Guerra de la Independencia fue una guerra contra eso. Evidentemente, los liberales tienen que negarlo, y presentar 1808 como la revolución -que no fue- contra el «absolutismo». Por lo demás, el siglo XIX fue un albur de espadas. Espadas liberales.
Se acusa a Maeztu de «intento desesperado de restauración del Antiguo Régimen» (p. 330). Desconozco sus propuestas, pero el Antiguo Régimen -que es solo una generalización en la que cabe todo lo que a los liberales no les gusta de la monarquía tradicional- no era restaurable. Siguiendo con esa lógica cabe preguntarse entonces qué restauró la «Restauración». Pero Marco ya nos había avisado en el Preámbulo que fue un nombre engañoso para apaciguar los ánimos y dar al régimen una pátina de respetabilidad de la que carecía: «la Restauración fue una victoria en toda regla del liberalismo». Un tranpa.
p. 333:
«Los críticos neocatólicos del liberalismo probablemente tenían razón cuando afirmaban que los liberales no creen en el pecado. En eso, justamente, reside el pecado del liberalismo. Hay en la actitud liberal una generosidad primera que induce a la confianza en los demás. Es liberal quien piensa que los actos de un individuo están fundados en un designio al menos inteligente, ya que no siempre justificable. Más aún, incluso en el caso de que no exista esa voluntad, o de que sea esencialmente perversa y esté encaminada la mal, el liberal pensará que el conjunto de los individuos, es decir la sociedad, será capaz de neutralizar o compensar esa desdicha».
Llamar neocatólicos a los tradicionalistas de toda la vida es, cuando menos, curioso. Como llamar restauración al triunfo definitivo del liberalismo. En todo caso, son solo detalles.
La supuesta generosidad liberal -eso es lo que significa etimológicamente- será una actitud subjetiva muy loable, pero lo históricamente cierto es que el liberalismo ha empezado con una expropiación masiva y contra derecho, en Francia y en España. Se trata de la apropiación originaria de Marx. Podría haber sido diferente, pero de hecho fue así. Difícil es encontrar referencias -no digamos ya análisis- entre los ideólogos liberales a este suceso, con ser de los más relevantes del s. XIX. Pero lo más importante del párrafo es que nos permite ver la diferencia entre el liberalismo y el «conservadurismo de toda la vida», que Marco califica sorprendente y, quizás, despectivamente de «neocatólico». Los conservadores auténticos -los de la tradición, no los de la revolución- acusan a los liberales de utopistas, de creer en el hombre nuevo y alertan sobre el dolor que trae esa ideología que lleva al GULAG necesariamente. El utopismo es la negación de la naturaleza caída del hombre y la afirmación de la posibilidad de construir un paraíso en la Tierra. Insistimos, ese utopismo ha traído al mundo un mal y un dolor sin precedentes en las sociedades tradicionales.
Sobre la última frase del párrafo cabe decir algo similar (expone la teoría kantiana sobre el mal que retomará y ampliará Hegel). La historia del s. XX no permite afirmar que la sociedad sea «capaz de neutralizar o compensar» la tendencia al mal. En todo caso, nunca existirá una evidencia histórica suficiente para apear de sus trece a los liberales.
El siguiente párrafo del libro es muy significativo a este respecto:
Esa confianza en los demás, que es también confianza en sí mismo, sostiene el liberalismo español a todo lo largo del siglo XIX como lo hace en toda Europa. Con matices muy variados, claro está, y con una trayectoria que es específicamente nacional porque el nuevo régimen tropezó aquí con obstáculos que no existían en ningún otro sitio. De hecho, en muy pocos países el liberalismo se quiso, tan pronto y tan completamente, continuador fiel de la tradición«
No es la historia que tengo yo en la cabeza, aunque pudiera estar confundido. En el s. XIX, tras la derrota de Napoleón se reestablece el Antiguo Régimen, aunque ya no volvería ser el mismo. La servidumbre queda abolida (salvo en Rusia) cuando ya no era económicamente rentable. Definir como liberales a las Alemanias y al Imperio Austríaco es impropio, no hablemos de Rusia. Por su parte Francia entra en un período de revoluciones y desestabilización (1830, 1848, Comuna de París) muy poco ejemplares.
España no sería distinta: España, s. XIX: Carlistas 3, Liberales 17. Los liberales ganan en asonadas, pronunciamientos y golpes de estado a los tradicionalistas por goleada. De nuevo, me parece este un liberalismo muy poco ejemplar. Pero hay más, si la tradición española era ya liberal, ¿por qué esos tropezones?. Y sobre todo, ¿porqué no se aliaron los moderados con los tradicionalistas? ¿Para qué tanta revolución entonces?
El final del libro no deja dudas:
p. 343:
«… bastaría con hablar con claridad y sensatez de la realidad española para infundir nueva vida, no a una quimera ni a un fantasma, sino a algo que existió durante mucho tiempo y ha sido la base del progreso en los dos últimos siglos: España, la nación liberal».
Es decir, la España buena tiene dos siglos: empieza en 1808 año en que se levantó contra el Antiguo Régimen a mayor gloria del liberalismo. ¿Quimeras y fantasmas? Los que agitan los liberales ma non troppo.
Por cierto, acabo de leer esto:
http://libros.libertaddigital.com/contra-la-revolucion-1276235929.html
No deja de ser curiosa la forma en que Marco trata del asunto sin tener que rectificar sus propias ideas.
Un caballero pasa por estos tragos impasible el ademán. Va de suyo.
El liberalismo como utopía reduccionista que es, resulta profundamente anticientífico.
«…el liberal pensará que el conjunto de los individuos, es decir la sociedad…»
Esta frase es una joya. Ellos siguen erre que erre con su concepción abstracta de la sociedad como un agregado de individuos-átomos intercambiables que se relacionan entre sí guiados por sus intereses propios. Y nada más. No hay que ser un genio de la antropología para darse cuenta de que ese esquema es falso de toda falsedad. Yo no me relaciono igual con los individuos que forman parte de esa cosa llamada familia que con el resto. No asumo los mismos sacrificios por unos que por otros. Pero tampoco estoy dispuesto a asumir los mismos sacrificios por los españoles que por los bolivianos o los lapones. Y así hasta el infinito, los ejemplos son innumerables.
No, no nos guíamos exclusivamente por intereses individuales, mucho menos si identificamos esos intereses con lo material como hacen ellos. Los intereres están ahí, siempre, son muy importantes, pero no lo son todo. Ni siquiera son lo más importante. Y no les entra en su obtusa cabecita.
No creo que sea casualidad el desprecio, más aún, el odio que tantos liberales muestran por la familia, como cierto individuo de Libegtad Diggital. También por la patria: «España me la suda»; por la estirpe: «Madrid, la suma de todos», etc…
Y no hablemos de la tradición o la identidad. Todo eso es carcundia y racismo.
Me refiero claro está a los auténticos liberales, no a los derechistas que sienten vergüenza de esta palabra y ahora se hacen llamar liberales a ver si les perdonan la vida. Estos últimos son legión.
Los libeggales son tan abstraccionistas e iluminados como un trosko, pero más peligrosos, porque a pesar de sus mil y una pifias, de sus revoluciones, guerras y genocidios, se han librado por el momento del juicio de la Historia. Me recuerdan un poco a los anarquistas, que llevan poniendo bombas y asesinando 160 años y todavía son a ojos de muchos los chicos buenos e idealistas de la extrema izquierda. Que los revolucionarios liberales se erijan en guardianes de algo es surrealista.
¿Qué valores absolutos hay? Ninguno, los del «consenso». ¡No se puede ir contra el signo de los tiempos! Como si ese signo no fuese un producto humano sino algo natural y espontáneo como las tormentas de verano. Son el apoyo ideal de todos los ingenieros sociales. Se dedican a dar respetabilidad a todos los experimentos. A cubrirlo todo con una sensación de «normalidad»: nunca pasa nada…
Por eso salté hace unos días con ese artículo de Agapito Maestre acerca del ataque de Bombay. Lo que realmente me molestó era el fortísimo tufo a cosmopolitismo plastificado. Es el hedor inconfundible de la utopía libegggal.
P.S.: ahora saldrá el de siempre –siempre salta uno así– diciendo que no, que esos son los jacobinos, pero que los anglosajones son de otra manera. Que hay que distinguir y bla,bla,bla. La cháchara de siempre. Se niegan a reconocer que una vez que abres la brecha no puedes evitar que la presión la haga más y más grande. Que una vez que la roca echa a rodar cuesta abajo no hay nadie que pueda sujetar la velocidad de su caída.
Sigues igual de intratable Mont 🙂
Hombre,que ya llevó Marco su ración. Maestre es de los más conservadores.
Y sí hay diferencia entre unos y otros. Los conservadores anglosajones son bastante tradicionales.
Unos moñas todos. Eso es lo que son. 🙂