Llamar a Pío XII el «Papa de Hitler» es una mentira y un ultraje

Lo hemos tratado varias veces, pero esta lectura merece una mención (Llamar a Pío XII el «Papa de Hitler» es una mentira y un ultraje, por el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado).

El llamamiento del Papa Pacelli resultó inútil, como inútil fue también la denuncia de su primera encíclica, Summi pontificatus, publicada en el primer otoño de guerra, que condenaba «el olvido de la ley de solidaridad y caridad humana, que es dictada e impuesta por un origen común y por la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, sea cual fuere el pueblo al que pertenezcan, y por el sacrificio de la redención ofrecido por Jesucristo» (ib., p. 188), sosteniendo con fuerza la «unidad del género humano» que ocupaba el centro y constituía el título de la última encíclica proyectada por su predecesor, al que con frecuencia se contrapone a Pío XII, pero sin fundamento real. Así pues, no fue una «encíclica oculta», del mismo modo que el cardenal camarlengo Pacelli no censuró el último discurso de Pío XI con motivo del décimo aniversario de la Conciliación, que veinte años después, en 1959, Juan XXIII hizo publicar en «L’Osservatore Romano».

La condena de la Summi pontificatus concernía a la «ideología que atribuye al Estado una autoridad ilimitada», definida en la encíclica «un error pernicioso», tanto para la «vida interna de las naciones», como para las «relaciones entre los pueblos, porque rompe la unidad de la sociedad supranacional, quita su fundamento y valor al derecho de gentes, conduce a la violación de los derechos de los demás y hace difícil la inteligencia y la convivencia pacífica» (ib., p. 194).

Por último, era muy fuerte la denuncia de la «hora de las tinieblas», en la que «el espíritu de la violencia y de la discordia derrama sobre la humanidad la copa sangrienta de dolores sin nombre», con la advertencia de que «los pueblos, envueltos en el trágico vórtice de la guerra, quizá están aún «al comienzo de sus dolores» (Mt 24, 8):  muerte y desolación, lamento y miseria reinan ya en millares de familias. Y la sangre de innumerables seres humanos, hasta no combatientes, eleva un desgarrador grito de dolor especialmente sobre una amada nación, Polonia, que por su fidelidad a la Iglesia, por sus méritos en la defensa de la civilización cristiana, escritos con caracteres indelebles en los fastos de la historia, tiene derecho a la simpatía humana y fraternal del mundo» (ib., p. 201).

Y Pío XII proseguía:  «El deber del amor cristiano, que es el quicio y el fundamento del reino de Cristo, no es una palabra vacía, sino una viva realidad. Vastísimo es el campo que se abre a la caridad cristiana en todas sus formas. Confiamos plenamente en que todos nuestros hijos, y de modo singular todos cuantos están libres del azote de la guerra, imitarán al divino Samaritano, acordándose de los que, por ser víctimas de la guerra, tienen derecho a la compasión y al socorro» (ib., p. 201).

Así, en la primera encíclica del Papa Pacelli, no sólo se describían con anticipación los horrores de la guerra, sino también la gigantesca obra de caridad que la Iglesia católica desplegaría durante los años del conflicto en favor de todos, sin distinción alguna.

Lo demuestran, entre otros, los tres millones y medio de documentos de la Oficina de informaciones del Vaticano para los prisioneros de guerra, instituida por voluntad de Pío XII inmediatamente después del inicio del conflicto, un fondo de los archivos vaticanos que llega hasta 1947 y que cualquiera puede consultar en su totalidad, pero que a pesar de esto casi nadie utiliza. En efecto, parece que basta abrir un archivo, cuya apertura se reclamaba con fuerza, para que ya no interesen sus documentos. Evidentemente, a muchos la historia sólo les importa cuando la pueden usar como un arma.

(…)

Pero hay más:  entre el otoño de 1939 y la primavera de 1940, el Pontífice apoyó, con una decisión sin precedentes, el intento, pronto abortado, de algunos círculos militares alemanes, en contacto con los británicos, de derribar el régimen hitleriano. Y después del ataque alemán a la Unión Soviética, Pío XII se negó a adherirse y a adherir a la Iglesia católica a la que se presentaba como una cruzada contra el comunismo; más aún, se esforzó por superar la oposición de muchos católicos estadounidenses a la alianza con los soviéticos, aunque el juicio del Pontífice y de sus más íntimos colaboradores sobre el comunismo siguió siendo siempre negativo.

Pues eso es ya «meterse en política» y me parece hacer ya demasiado. Insisto, los judíos que se escandalizan ahora por que el Papa no pusiera en peligro a la Iglesia para defenderles deberían mirar en su casa y preguntarse qué hicieron, por ejemplo, los judíos norteamericanos.

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